«La vida es bella»: Una lectura filosófica

Javier Jurado

El año que viene se cumplirán 20 años desde que se proyectara por primera vez La vita è bella, película escrita, dirigida y protagonizada por Roberto Benigni, que recibió numerosos premios, y que abrió alguna que otra polémica por el tratamiento que ofrecía del terrible holocausto nazi. Me asomo una vez más a una obra para intentar hacer de ella una pequeña lectura en clave filosófica. Para quienes ya hayan visto la película y les puedan interesar estas reflexiones van estas letras.

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Como es conocido, el argumento de esta película narra la historia de Guido, un italiano de origen judío, que se enamora perdidamente de Dora, una mujer de buena familia que estaba prometida. Después de conquistarla con empeño, escapan juntos y forman una pequeña familia, con un hijo llamado Josué. En la celebración de un cumpleaños de éste, la familia es deportada a un campo de concentración, por el origen judío de padre e hijo, pidiendo Dora ir con ellos cuando son apresados sin conocer su destino. De camino al campo, Guido sugiere al niño que para celebrar su cumpleaños ha organizado una excursión y un gran juego, donde tendrá que obtener mil puntos para conseguir como premio un tanque. A pesar de la fragilidad de la historia en ese contexto, Guido consigue que Josué siga creyendo en la historia del juego haciendo frente a muchas vicisitudes en el campo. Sólo gracias a esa sugestión, por la cual Guido se acaba sacrificando, sobrevive Josué que finalmente se reencuentra con su madre, después de que, abandonado el campo por los nazis, un tanque aliado entre triunfante y su conductor se lleve a Josué, encantado por haber logrado el premio. Pero volvamos a las entrañas de la película en clave filosófica.

La filosofía aparece de forma explícita en la propia película, a través de esta conocida escena, en la que un caricaturizado Schopenhauer va a aparecer como principal contribuidor a la piedra angular del planteamiento vital de Guido:

«Yo soy lo que yo quiero», apunta Ferruccio el compañero de Guido, inspirándose según él en Schopenhauer para quien todo era cuestión de voluntad. Pero, lejos del pesimismo del filósofo de Danzig, como bien apunta Christoph Türcke, probablemente el filósofo que más ascendiente tiene en la película es Nietzsche. La tesis fundamental de Türcke es que Guido encarna la actitud nietzscheana del amor fati, tal y como la enunciaba el alemán en Ecce Homo:

«…que uno no quiere tener otra cosa, ni en el futuro, ni en el pasado, ni en toda la eternidad. No sólo soportar lo necesario, y aún menos disimularlo […], sino amarlo»

Lejos del simplismo que tacha a este amor fati de simple resignación, como quiso la crítica a Nietzsche y que hizo de la película una frívola «versión benigna de la negación del holocausto», Türcke plantea que esta actitud de amor no es contemplativa, sino activa, creativa. Ama lo dado transformándolo y sublimándolo hasta embellecer lo más terrible, en un sí afirmativo que no se reprime ni se indigna de forma paralizante.

Sin duda, el polémico, ambiguo y en ocasiones contradictorio pensamiento nietzscheano nos impide hilar un discurso completamente coherente a través de la película, que podría verse fácilmente contrariado por aspectos y tesis que encontramos entre sus aforismos. Pero sí podemos observar ciertos retazos y planteamientos fragmentarios del pensamiento del alemán que creo que Begnini y su equipo – quizá inconscientemente – seleccionaron en un sentido muy particular, rescatando en el fondo líneas de pensamiento similares de otros muchos autores.

«¡María, la llave!» o la capacidad para extraer sentido

Ya el mismo comienzo de la película va a plantear el eje filosófico vertebrador que la inspira: en él, el narrador, un Josué ya adulto, comienza diciendo: «Esta es una historia sencilla. Pero no es fácil contarla.» Y es que el poder narrativo para contar la historia, la capacidad simbólica humana para crear la realidad en la que vive el ser humano, es el motivo recurrente que, como en una obra musical, se recrea insistentemente en la película. Y así prosigue esta introducción hablada: «Como en una fábula, hay dolor; y como en una fábula, está llena de maravillas y de felicidad«. Y efectivamente, en toda la película, a pesar de las dos grandes mitades en que se divide, antes y después del ingreso en el campo, el hilo conductor es esta capacidad de fábula, no sólo en el sentido algo miope de ser «ficcción artifidiosa con que se encubre o disimula una verdad» según acepta la RAE; sino sobre todo, en mi opinión, en su sentido originario como «relato ficticio con intención didáctica o crítica«.

Ciertamente, hallamos guiños a la obra de Nietzsche ya desde el comienzo de la trama, cuando el azar del destino hace que Guido y Dora se encuentren y aquél se presente como bella13«príncipe Guido». Este príncipe, que desde ese instante perseguirá a su amada deseándole en cada ocasión buenos días princesa, se erige desde su modesto origen en señor de la realidad. Un enseñoreamiento nietzscheano muy particular va a inspirar buena parte de las escenas de la cinta, en las que el amor encumbrará a esta princesa precisamente desde la atribución que el propio Guido proclama desde el principio para sí mismo.

La capacidad narrativa del protagonista pone en evidencia, como quisiera Nietzsche, que «no hay hechos, sino interpretaciones». La inevitable mediación del lenguaje, algo tan de Wittgenstein, va reflejándose en la película en la que aparentes hechos se transforman en una fantasía que es la que acaba prevaleciendo. Guido es capaz de extraer significado, de otorgar un sentido a la realidad que obedece a su voluntad. Es el amor, además, el motor de esa transformación que, como es patente, no es un amor enajenado o ingenuo, que simplemente se complazca en la frivolidad, sino que se mostrará profundamente consciente de la parte más oscura de esa realidad.

Por eso, en esa primera mitad más dulce, romántica, de la película, cuando al grito de “¡María, la llave!” una llave cae encima de los protagonistas, Guido es capaz de construir el relato que le da el significado que quiere: No es María la que engañada tira la llave al que cree su marido, sino que es la virgen María la que tira la llave desde el cielo para abrir el corazón de Dora. Esa magia no hechiza sólo a las mentes más inocentes, sino que estimula estéticamente a quienes a pesar de saber que hay fábula, desean desde su propia voluntad comprar ese relato. La voluntad ejerce sobre la creencia el peso de su capacidad para construir realidad.

Esta capacidad constructiva vuelve a manifestarse en esa otra escena en la que hallamos otro guiño a Nietzsche y a su eterno retorno: bajo la lluvia, se pierden los dos en la noche, él tiende una alfombra roja para su princesa y ella extrañada pregunta:

«- ¿Pero dónde hemos ido a parar?

– Ya estuvimos aquí juntos otra vez. ¿No te acuerdas? Era una noche que llovía, y yo con un cojín te hice un paraguas. Fue una noche maravillosa… Agarré fuertemente el volante, bailé unos valses con él y cuando me paré delante de ti, me besaste».

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Desde la creatividad del niño de Zaratustra, Guido da por construido el relato de lo que está sucediendo, como si ya hubiera acontecido, y anticipa lo que quiere que suceda, para que suceda. Y embellece su experiencia jugando con la idea de que ésta es una escena ya vivida, tan deseable para ser revivida una y otra vez, que en ello se encuentran. Como en el eterno retorno de lo mismo que propusiera Nietzsche.

Incluso cuando la terrible amenaza asoma, Guido es capaz mediante su capacidad de fabulación, tan preñada de humor, de transformar el relato totalitario y llevarlo al paroxismo del ridículo, criticándolo desde el sarcasmo. Ahí, por ejemplo, la famosa escena en la que tras hacerse pasar por un inspector educativo, Guido se ve obligado ante un auditorio de niños y profesores a hacer una defensa de la superioridad de la raza aria proclamada desde el fascismo italiano. Comenzando por sus orejas, acaba pregonando ante la risa de todos los niños, la perfección de su ombligo ario.

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Para morirse de risa o hacer de la vida una obra de arte

Cuando, sin embargo, la vida se va torciendo y empieza a dar su cara más amarga, Guido va ofreciendo a su hijo Josué – símbolo de la inocencia creativa y de todo el futuro humano – su capacidad transformadora para neutralizar el relato que pretende imponerse, fraguando otro. La deportación al campo de concentración es en seguida transformada en el concurso para conseguir un carro de combate. Así, el amor fati no se entiende en su sentido puramente literal como abrazo resignado al destino, que simplemente se traga el sapo como hiciera Zaratustra, sino como un amor que aprovecha y abraza el fatum y lo transforma con un sí que nunca es plano sino selectivo. Aquí es donde se suele ubicar al Nietzsche al que se le atribuye aquella expresión de que «quien tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo«.

Esta capacidad transformadora se quita esa apariencia acaso frívola de la primera parte de la película, y revela su poder frente a la amargura y el dolor. De esta manera, en la escena en la que Guido se ofrece a hacer de traductor del oficial del campo, el entusiasmo desternillado de su hijo ante el recital que da su padre sobre las normas del juego que ha inventado contrasta con la desolación de sus compañeros de barracón, conscientes de otra realidad. Pero Guido no está jugando frívolamente. Es igualmente consciente de la gravedad de aquella realidad, pero crea otra para construir, para edificar, un bastión que proteja la infancia de su hijo, que proteja su futuro.

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En el campo, como en la parábola que Nietzsche hace pronunciar a Zaratustra, Guido rompe con la imagen del camello, que se resigna y soporta la carga de su carretilla, y lejos de dejarse llevar como el león, enfurecido, indómito y nihilista, vuelve nuevamente a ser creativo, a juguetear como el niño. Ni siquiera la terrible reificación que lo convierte en una cosa, en un despojo, es capaz de tumbarlo. Esa racionalidad cosificadora que denunciaran Adorno y Horkheimer con especial inspiración en los campos de exterminio supone probablemente el reto más dramático al que se enfrenta Guido. Y así puede intuirse cómo la desesperación le asola, cuando en la escena en la que el doctor, a quien creía su amigo, se revela interesado en él, constata que no lo hace por su condición de persona, sino como mero instrumento para solucionar el acertijo que le desvela.

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La consternación en Guido es patente, pero no se derrumba, empeñado en proteger a su hijo. Y también a su mujer, pues a pesar de la distancia en el campo, se arriesga hasta alcanzar la megafonía y así poder enviar con su buenos días princesa la fuerza del amor que le inspira para que ella se tenga también en pie, relatándole – de nuevo – cómo ha soñado con ella esa noche, y rescatando para su imaginación la belleza de una escena que ambos añoran fuera de aquel horror.

Ciertamente, Guido encarna esta capacidad humana para sobreponerse y construir su propio relato hasta el final: resulta emblemático el último desfile que le regala a su hijo, poco antes de que lo fusilen, mientras éste lo observa atentamente escondido, persuadido del rol que debe desempeñar en el juego. «Es para morirse de risa» repetirá Josué en numerosas ocasiones a lo largo de la película, citando a su padre, en un claro homenaje a ese mandato tan filosófico (no sólo en Nietzsche, sino también en Unamuno, en Sartre, en Ortega y Gasset, en Pico della Mirandola y en tantos otros…) de hacer de la propia vida una obra de arte. El cultivo de sí como mandato clásico para la edificación moral y su influencia en el mundo, con el humor como inteligente arma de construcción masiva.

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Pero no debiéramos ignorar, como me apuntó hace tiempo un buen amigo, otra posible lectura de ese final un tanto melancólico: en su lucha contra el metarrelato fascista, Guido habría acabado posibilitando el triunfo de un nuevo metarrelato, a saber, el que encarnan los vencedores. El icono de la liberación en la película no es sino el carro de combate, una herramienta de violencia y destrucción. «Hemos vencido» repite Josué, tras encontrar a su madre cuando iba triunfante sobre el carro de combate del nuevo imperio americano que ha usurpado del poder al nazi.

Efectivamente, el interés emancipatorio, en palabras de Habermas, para el desenmascaramiento de las ideologías encubridoras de relaciones de dominio, que Guido había sabido ejercer de forma impagable en las escenas antes citadas, en realidad no puede evitar que siempre un nuevo discurso reemplace otro (qué otra cosa si no es la traducción al oficial). Por eso quizá Türcke habla de lo estéril de la crítica que como «actitud siempre idéntica de denunciar, desenmascarar y contradecir acaba en nada«. La escena más esclarecedora en este sentido es, probablemente, aquella en la que Guido normaliza para su hijo la libertad para no admitir a «perros y judíos» proponiéndole adoptar su propia exclusión a «arañas y visigodos». Se evidencia así la inevitable concatenación de metarrelatos, propia de un Lyotard, que, en el fondo, supone que sólo pueden elaborarse nuevos discursos que encubran nuevas relaciones de poder, que perpetúan la jerarquía sempiterna de las relaciones humanas.

De esta manera hay quienes ven en la transvaloración de todos los valores de Nietzsche una simple capa subversiva bajo la cual se esconde fácilmente la cínica y conocida frase de Tancredi, en Il gattopardo de Lampedusa: «Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie». La propuesta transvalorativa de Nietzsche no sería formal, sino que prescribía su propia tabla de valores, de un modo suficientemente ambiguo como para coquetear con la aristocracia más racista. No es de extrañar que, a pesar de esfuerzos como los de Bataille por refutar las acusaciones de antisemita, militarista o racista, algunos como Baeumler llegaran a poner al servicio del propio nazismo el pensamiento de Nietzsche, sin excesivos esfuerzos por distorsionar algunas de sus palabras, como estas de Más allá del bien y del mal:

Lo esencial en una aristocracia buena y sana es […] que no se siente a sí misma como función (ya de la realeza, ya de la comunidad), sino como sentido y como suprema justificación de éstas, – que acepte, por tanto, con buena conciencia el sacrificio de un sinnúmero de hombres, los cuales, por causa de ella, tienen que ser rebajados y disminuidos hasta convertirse en hombres incompletos, en esclavos, en instrumentos. Su creencia fundamental tiene que ser cabalmente la de que a la sociedad no le es lícito existir para la sociedad misma, sino sólo como infraestructura y andamiaje, apoyándose sobre los cuales una especie selecta de seres sea capaz de elevarse hacia su tarea superior y, en general, hacia un ser superior.

La película, que quizá por esto no nombra a Nietzsche y recurre a Schopenhauer en su lugar, es claramente selectiva a la hora de extraer su propia inspiración filosófica de la obra de aquél, cosa que Türcke parece no advertir. Por ello, la cinta se queda con el Nietzsche que exhorta a interpretar la vida como una obra de arte, en el margen de la ficción que transforma y eleva cuanto sucede. Se ama la vida con toda su limitación e incluso dolor, precisamente para que esa limitación y dolor no triunfen en nuestro resentimiento – ese del que tan enemigo era el alemán -, y el pasado nos aplaste teniendo la última palabra, como dice Türcke, sino para transformarlos y, en el caso de la película, revertirlos con poderío sutil, cómico y lleno de amor, hasta alcanzar el sarcasmo humorístico, el ridículo hasta el absurdo, la superioridad moral sobre quien parece imponerse fácticamente.

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El Josué adulto, que de nuevo como narrador cierra la historia, habla precisamente del regalo que supuso el sacrificio de su padre. Implícitamente el espectador advierte que este adulto hubo de asimilar el desengaño y el dolor que debió de suponer constatar la muerte real de su padre a manos de los malos que tanto gritaban en el juego de los puntos. Pero, heredando este maravilloso regalo vuelve a ofrecer una interpretación que da sentido a aquella muerte para su vida, para la de su madre, y para el futuro humano. Un regalo que contrasta con la carencia de tantos desesperados supervivientes que acabaron recurriendo al suicidio – como parece que sucedió con Primo Levi o Jean Améry – o al dolor eternamente resentido el resto de sus días. El regalo de Guido, pues, constituye más una herramienta, una actitud, que un contenido, de forma que prepara a Josué para la superación de cuanto pueda acontecer de nuevo – incluidos los nuevos tanques que nos azoten. Dice Türcke:

Brecht no estaba del todo equivocado, cuando escribió A los nacidos después (An die Nachgeborenen): «¡Qué tiempos son estos, en los que charlar sobre los árboles es casi un delito, porque implica callar sobre tantos crímenes!» Sólo a la luz del campo, donde una conversación ingenua sobre árboles, la alegría por los primeros crocos o los últimos rayos del sol, el disfrutar de la música o abandonarse en el baile parecen casi un delito, se descubre completamente la monstruosa tarea de transvaloración (Umwertungsaufgabe) del amor fati. No se trata de nada menos que invertir (umwenden) ese casi-delito y convertirlo en impulso para enfrentarse al delito, para que los crímenes no venzan póstumamente y arrasen para siempre la alegría de vivir.

No hay que olvidar el plano profundo en el que Guido jugaba. Este amor fati nunca resultó ser una resignación estoica, ni una frivolidad ingenua, sino una decisión activa, que incluso en algún momento tuvo sus flaquezas. Pero esta flaqueza sólo evidenciaba que la conciencia de Guido era más profunda, porque a diferencia de los nazis, no creía realmente en el metarrelato que le inculcaba a su hijo, sino que lo utilizaba conscientemente para otro fin mayor. Con la supervivencia moral además de la física que le concedió a su hijo, le transmitió la capacidad emancipatoria para ser creativo sobre los metarrelatos, para transformarlos, siendo siempre consciente del sustrato, del fatum, sobre el que se construyen.

Esta magnífica película predica, pero sobre todo procura, que la vida es bellaporque el milagro no está tanto en los hechos como en los ojos que lo descubren. Aún cuando no podamos ignorar que las llaves de María caen inexorablemente bajo el dictado de la ley de la gravedad, con ellas puede construirse un relato tan bello como este que, lejos de los cárteles de citadores que decía Türcke, defiende una versión del amor fati de una sencillez sonrojante para otras grandilocuentes versiones y ofrece una calidad humana que está muy por encima de la hipersensibilidad victimista de sus críticos.

Puntos de apoyo

C. Türcke, La vida es bella. El amor fati de Nietzsche en el cine

F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal

F. Nietzsche, Ecce Homo

F. Nietzsche, Así habló Zaratustra

3 comentarios en “«La vida es bella»: Una lectura filosófica

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  3. Antonio

    Gracias por el nuevo aporte, procuro no perderme tus artículos en el blog.
    No sé que puedo añadir, vi la película hace unos años, pero la recuerdo como si fuera ayer, es de las que dejan huella.

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