Filosofa, ingeniero. La lucha contra el ruido

Javier Jurado

Artículo publicado en la revista BIT del COIT en el número 162, abril de 2007

Interrogando a las paredes de pasillos y escaleras de todas las escuelas de telecomunicación, obtendríamos una confesión clandestina pero esencialmente cierta de lo que es esta Ingeniería: La gran vocación del ingeniero de teleco es la de luchar contra el ruido. Y el concepto de ruido tiene un indudable potencial conceptual en filosofía.

El ruido, en todas sus formas, es un fenómeno que entorpece las comunicaciones, y por tanto es un adversario a batir; pero, como permanece tras la barricada contraria con firmeza eterna, es el adversario a batir por excelencia. Y sólo la lucha nos mejora, sólo el contraste nos fortalece; así uno acaba agradeciendo a los enemigos con los que aprende a convivir el hecho de que le ayuden a mejorarse. Baltasar Gracián lo expresaba diciendo que el hombre sensato obtiene más de sus enemigos que el necio de sus amigos.

Si, tras acabar esta carrera, pasáramos por un episodio amnésico y sólo recordáramos una cualidad del ruido, seguramente estimaríamos la eternidad de su presencia, inevitable. Todo lo que nos cabe es minimizarlo, reducirlo, aislarlo cuanto sea posible, pero siempre conscientes de su existencia, que está relacionada con nuestra imperfección, limitación de nuestro orgullo – ése que tanta mella hace en los ingenieros. Conforme agudizáramos la memoria iríamos comprendiendo la verdad escondida tras de esta realidad práctica, a saber, que todos los procesos del mundo de la ingeniería son inexactos, aunque no se pretendan de otro modo – y por ende lo son todos los establecidos por vías de conocimiento humano, siempre imperfectas.

El alumno aventajado

La más pura ciencia y la matemática más aséptica protestarían ante semejante aseveración – y quizá aún más la filosofía analítica de los postulados universales de la razón. Pero no es esta la ocasión para profundizar en nuestra convicción de que nuestro conocimiento es imperfecto – que no nulo ni inservible. Sin embargo, éste asunto enlaza con la limitación que encuentra el ingeniero que pretende medir el valor de las magnitudes que representan la información, punta del iceberg de las incorrecciones que el ser humano comete en todas y cada una de sus pretendidas certezas.

La incertidumbre epistemológica se manifiesta en cualquiera de las filosofías críticas centradas en este estudio de las condiciones de posibilidad del conocimiento. La roca estéril de Hume rebasó a la certeza racional del ego cogito, ergo ego sum de Descartes, aunque de forma más inadvertida e impopular. Y el ingeniero, apoyado en la ciencia cartesiana, sabe, en contraste con la autoridad que lo caracteriza – y que tantas veces se reblandece en prepotencia – que en esencia el escocés tenía razón, y que permanecemos distantes de la realidad completa, inciertos en nuestras observaciones, que son información – El ingeniero de teleco es el alumno aventajado de la epistemología.

Hablando de imprecisión útil es famoso el chiste del ingeniero que, calculando el volumen de una vaca, comenzaba diciendo «Sea una vaca esférica…»

Él, que acude a las herramientas de la exactitud matemática y de la experimentación física, no procura evidenciar sus magnificencias, ni cómo sus demostraciones encajan a la perfección, y que también siente encajar. Al contrario, acude a la realidad para solventar problemas concretos. Y en sus diversos intentos, concluye Sé que fallo. Pero veamos si a pesar de mi fallo mi aproximación es útil. El concepto de ingeniería es un reconocerse limitados y soportarse como limitados. La soberbia del ingeniero tiene distinto origen a la del físico o matemático. Al contrario, procede del éxito que genera la humildad en primer término de haber reconocido su limitación, para después engreírse, vanagloriándose de sus resultados – probablemente hasta que se cae un puente, se hunde un trasatlántico, o se estrella un trasbordador espacial. O ni aun así.

El diálogo con el ruido

El ingeniero, al menos en lo referente a la filosofía de su disciplina, conoce el carácter aproximativo del saber humano. Es uno de los ejemplares humanos mejor preparados para la adaptación a la realidad inestable, impredecible e inexacta: nadador nato en el ruido. Aunque en términos estrictamente filosóficos el utilitarismo no nos confirme esta epistemología de la incerteza, sí viene al caso la intuición.

Esta adaptación hace que el ingeniero observe atentamente su medio para aprovecharse precisamente de aquello que la fría teoría se ha dejado, y para ello procura aclimatarse, hacerse autóctono. Inicia sus expediciones con el objeto de desentrañar la esencia filosófica de su objetivo y, partiendo de la realidad y las herramientas que hasta el momento ha inventado, se las ingenia para la supervivencia, con nuevas soluciones o juegos cruzados de técnicas ya inventadas. He ahí el ejemplo de adaptación del ADSL: el ingeniero supo comprender que la limitación del ancho de banda en el canal no la impone el par, y así aprovechó tan exitosamente el margen de frecuencias inutilizado, con portadoras precisamente adaptadas a las condiciones de cada par concreto.

En esa adaptación constante tiene lugar precisamente el diálogo con el ruido. De tú a tú. Y no tiene por qué ser tan sólo enemistado, sino que es el mejor de los estímulos para mejorar, para adaptarse, hasta el punto, en ocasiones, de que llegue incluso a ser beneficioso: la resonancia estocástica ha demostrado cómo cierta intensidad de ruido añadido a una señal puede aumentar su calidad: Se ha comprobado que imágenes con profundo contraste, cubiertas con cierto ruido aleatorio, mejoran su calidad. También el famoso caso del pez espada cuya detección del campo eléctricoRE generado por las dafnias mejora considerablemente cuando se introduce cierto campo eléctrico ruidoso. La interpretación de estos fenómenos es fácilmente asumible por el carácter adaptativo de la evolución natural, que convive con el ruido a través de los milenios, y acaba dependiendo y sirviéndose de él para una mejor supervivencia. Así sobrevive el ingeniero como tal.

La humildad digital

Si existe un ejemplo magnífico del paso agigantado que provoca el reconocimiento de la imperfección de nuestro conocimiento – la adaptación básica – es el salto de la era analógica a la digital: La pretensión de transmitir analógicamente, esto es, la impresión de la voz, por ejemplo, de forma directa en una magnitud como la tensión eléctrica, supone, entre otras cosas, la dificultad esencial de la inexactitud acumulada por los distintos elementos en su captación y transmisión. La señal analógica es mucho más susceptible al ruido que la digital puesto que ésta precisamente se apoya en la facultad de la abstracción y gracias a la regeneración el ruido en su caso no es aditivo.

En tiempos de la era predigital, la limitación de los sistemas analógicos era una evidencia a regañadientes, que trataba de eludirse, aferrándose a la genialidad de sus estudiosos y adorando los modelos más eficientes frente a ella. Y el giro analógico-digital podría dar cuenta de muchas más ideas que lo que este artículo puede permitirse. Pero referente al ruido y la aclimatación del ingeniero, la era digital trajo consigo la declaración más diáfana ante nuestra limitación y, en ella, la limitación del ingeniero de Telecomunicación, a dos niveles:

  • Los propios instrumentos que el ingeniero construye – y aquellos que sueña que algún día construirá – están sometidos a la relación causa-efecto de la que tanto gustaba Descartes, y que supone que el producto de un ser limitado no puede más que ser limitado: todo valor, hoy y siempre, que pudiera ser medido contaría con un número tan preciso como se trabajara y la tecnología evolucionara, pero nunca exacto – y una magnitud, teóricamente real, contiene valores irracionales.
  • Y cuando la precisión, por propia vocación del desarrollo tecnológico, empezara a sitiar el valor real de las muestras, el sino del Universo, como evitando que el científico se envalentonase, ya se anticipó a él cubriendo y aplacando su afán con una arena caótica, una nube vibrante… el ruido.

La teoría del caos, el principio de incertidumbre, la teoría de la Relatividad –que el mismo Ortega y Gasset interpretaría filosóficamente –… abren aún más esta brecha por la imprecisión.

Y lo digital se supo impreciso. Exclamó Hasta aquí he de llegar. Y codificó sus muestras con la precisión que creyó conveniente porque, a fin de cuentas, tampoco los seres humanos son capaces de percibir con precisión infinita, además de que interpolan lo que realmente no perciben. Reconocer, y precisar hasta dónde, que sólo podían aproximarse al valor verdadero y eso les bastaba, permitió a los ingenieros digitales la acumulación, almacenamiento y transporte de información en una capacidad y ante todo robustez frente al ruido mayores que lo que la historia jamás conoció.

Pero no habremos interpretado lo esencial del ruido, si no hacemos una última zambullida menos centrada en la epistemología concreta y más orientada a la historia, que siendo más panorámica no es menos precisa. Los condicionamientos que nos circundan – eso que Ortega y Gasset proclamaba en su famosa circunstancia – pueden comprenderse como ruido, en una primera vertiente como muestra de la limitación del conocimiento. Pero también como ruido social, ruido histórico, ruido étnico, ruido cultural… En medio de la SI, conocimiento y ruido se entremezclan como trigo y cizaña – por eso he hablado de desbrozar, destilar la información, en otros foros. Así se propagan como la pólvora del siglo XXI. Para buscar la verdad es preciso hacerlo con cuidado y atención – un filtrado oportuno – como se precisa para encontrar el matiz entre dos señales próximas en una constelación, susceptibles a cualquier capricho de un ruido no tan azaroso como modelamos.

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