La actualidad de «Ciencia y técnica como ideología» de J. Habermas

Javier Jurado

Ha pasado casi medio siglo desde que J. Habermas escribiera «Ciencia y técnica como ideología«. Era 1968, y el ruido de los movimientos estudiantiles de aquellos años convulsos acompañaba la gestación de esta breve pero potente obra. Sin embargo, a pesar de este medio siglo, hoy, en medio del ruido de los llamados movimientos sociales, este texto retiene gran parte de fuerza ante el discurso de la inevitabilidad de las supuestamente neutrales medidas técnicas en política y economía. Ciencia y técnica como ideología al servicio del poder se sostuvieron sólo mientras “el programa sustitutorio de las compensaciones sociales” típico del Estado del bienestar fue capaz de comprar la paz social. Si en Mayo del 68 los estudiantes pedían otra cosa, hoy contemplamos la resistencia de quienes se enfrentan a los que cuestionan la viabilidad del Estado del bienestar, prolongando esa misma conciencia tecnocrática.

Habermas se incardina en la llamada Escuela de Frankfurt, y de ella explícitamente parte al comienzo de la obra, al remontarse hasta la figura de Marcuse y su crítica en El hombre unidimensional. Marcuse, en sintonía con la línea troncal de la Teoría crítica, pone en cuestión la presunta formalidad del concepto weberiano de “racionalización”, propio de la actividad económica capitalista; más aún, critica que ésta obedece a una racionalidad restringida de corte científico-técnico y por tanto de contenido, es decir, ideológica en sí misma, pues encubre las alternativas a ella vendiendo sus dictámenes como “técnicamente necesarios” – una crítica que tanto resuena hoy, especialmente sobre políticas económicas inevitables.

Esta crítica lleva hasta el extremo, como advierte Habermas, la que Horkheimer y Adorno, maestro de nuestro autor, ya hicieran en su obra Dialéctica de la Ilustración, al evidenciar la otra cara de esa ingenua confianza en el inexorable progreso de la razón ilustrada, que ha devenido en razón puramente instrumental, razón subjetiva ancilla administrationis, que con el propósito de someter la naturaleza ha acabado sometiendo al individuo. Es la racionalidad instrumental que ha acabado degenerando en el fascismo como “verdad de la sociedad moderna”, sublimación de la tendencia al lucro como totalitarismo monopolista, y en el horror de Auschwitz, después del cual, concluye Adorno, ya sólo es posible una dialéctica negativa y desmitificadora.

Marcuse plantea que la racionalidad ha quedado neutralizada como instrumento de crítica, subsumida en el sistema como parte de su legitimación, reemplazando el dominio objetivamente caduco típico de la represión freudiana que analiza en Eros y civilización. En este sentido hereda el análisis de Husserl de la crisis de las ciencias europeas, la destrucción de la metafísica occidental de Heidegger, y la pérdida de inocencia de la técnica a manos del capitalismo de Bloch.

Pero Marcuse es también puente entre las dos generaciones de esta escuela, en la segunda de las cuales se halla Habermas, el cual, entre otros motivos, dispone de cierta distancia histórica que le permite tomar perspectiva y matizar las posiciones de sus antecesores en su análisis tan impactado por los hitos del fascismo, el nazismo y el estalinismo. Sin embargo, no va a perder la perspectiva de la totalidad ni del discurso dialécticocrítico sobre las contradicciones internas de la sociedad tecnológica avanzada, aunque en su debate con H. Albert éste atribuyese sólo una fuerza pragmática a dichas nociones.

Para ello, Habermas recurre a toda una tradición filosófica, en un claro hilo que le conecta no sólo con el grupo de Frankfurt sino con la línea crítica que, velando por la singularidad de la razón práctica aristotélica, discurre desde Kant, pasando por Rousseau y Hegel hasta Marx, y que él mismo reconocerá como “izquierda hegeliana”.

Habermas comienza advirtiendo que la “racionalización” que en occidente ha desmoronado las viejas legitimaciones está íntimamente ligada a las acciones racionales con respecto a fines (ARRF, en adelante) que nos son inherentes e irrenunciables: La emancipación que propone Marcuse requeriría de una nueva técnica y de una nueva ciencia y no se ve cómo tal cosa podría ser posible, si no se recurre a esa “esperanza desesperanzada” en una nueva era, propia de la mística judía y protestante, presente en Marx y en los BlochHorkheimer y Adorno.

En su lugar, Habermas plantea que lo que se precisa es de un cambio de actitud que no olvide distinguir entre dos tipos de racionalidad o de acción racional:

  1. En primer lugar la del “trabajo”, que es la acción instrumental y estratégica, y que se atiene a ARRF.
  2. En segundo lugar la de la “interacción” como acción comunicativa simbólicamente mediada (ISM en adelante), sancionada y reconocida intersubjetivamente.

La ISM es la que ha regulado el marco institucional de la sociedad tradicional, aunque basada en una comunicación distorsionada que legitimaba el dominio, tal y como analiza en su famosa obra Conocimiento e interés. Las ARRF regulan los subsistemas anidados en dicho marco que son propios del ámbito técnico, que en su origen prehistórico se hallaban ritualmente vinculados al marco institucional y que sólo habrían ido cobrando autonomía tras la sedentarización.

Aunque las ISM aún rigen las relaciones familiares y de parentesco, la novedad de la revolución burguesa sería la sistemática expansión de los subsistemas de ARRF no sólo sobre el marco institucional, sino sobre la totalidad del espacio vital “urbanizando formas de vida”: habría suplantado las cosmovisiones legitimadoras tradicionales por la ideología burguesa “desde abajo”, con pretensiones de cientificidad y simulando una acción comunicativa inter pares, inserta en la reciprocidad del intercambio económico, basado en el iusnaturalismo típicamente liberal (Locke).

Weber en su noción de “racionalización” habría obviado que Marx evidenció la violencia social subyacente a la relación de trabajo asalariado, legitimando esta expansión deshumanizadora, al ir aboliendo las ISM y, en palabras de Habermas, “autocosificando” a los hombres. Esta distinción le sirve a Habermas para traslucir la línea de la que es heredero y que se remonta al menos hasta Kant: esa intersubjetividad irreductible propia de las ISM resuena al reino de los fines kantiano, en el que los sujetos no pueden ser empleados como medios. La aportación de Habermas es que, además, estos sujetos no se bastan para construir su autonomía en su razón monológica, en soliloquio, sino que precisan del diálogo. Habermas es reconocido deudor del giro lingüístico que se ha producido en todas las ciencias humanas, desde su alumbramiento en Humboldt, pasando por la “conversión” del primer al segundo Wittgenstein, hasta el neopragmatismo de Rorty: el lenguaje, condición esencial de nuestra existencia cultural y emblema de la interacción simbólica, es el espacio que permite mantener esa “humanización” al presuponer ciertas premisas como universales (inteligibilidad, verdad, rectitud, veracidad), en el fondo de las cuales se ubica, en realidad, el reconocimiento del otro como igual, digno, y fin en sí mismo con el que dialogar, libres de coacciones. Un lenguaje con potencia universal que supera las miradas alicortas heideggerianas que restringen la manifestación del ser a un grupo selecto.

Rousseau también se trasluce en este texto de Habermas que apuesta por la construcción del ámbito social típico de su patriotismo constitucional, en contraste con la individualizadora racionalización” de Weber, que como “secularización” habría deslegitimado las interpretaciones cosmológicas antaño vinculantes suplantándolas por las convicciones éticas subjetivas (privadas), haciendo posible el surgimiento como tal de las ideologías. Este énfasis en el carácter privado habría despolitizado la esfera pública, imposibilitando entrever en la reflexión dialógica aquella “voluntad colectiva”, dirá Habermas, de clara raigambre rousseauniana: las ISM desplazadas no habrían sido realojadas cuando la crítica marxista hubiera derrumbado la ideología del justo intercambio, sino que habrían visto cómo la ciencia y la tecnología se comportaban “también” como ideología – conciencia tecnocrática – apuntalada por el programa sustitutorio de las compensaciones sociales típico del estado del bienestar.

La finalidad práctica de la razón y la totalidad ética de Hegel habrían sido desplazadas por esta conciencia tecnocrática como colofón del derrumbe de las ideologías: así se habría ido produciendo la despolitización de la masa social, que se resigna al determinismo tecnocientífico, y renuncia a la voluntad política inherente al contrato social, frente a una mera elección de “equipos alternativos de administradores”. Habría prevalecido así el carácter privado que la vieja ideología liberal que compartía con el absolutismo pesimista hobbesiano la noción de Estado como realidad derivada, instrumental, ahora desde un punto de vista puramente técnico.

Frente a ella, Habermas propone una repolitización pública al fondo de la cual se aloje su ética discursiva. Y es que la propuesta de Habermas de recuperar el dualismo trabajo-interacción confiará, afín al optimismo antropológico de Rousseau, en que las ISM permitan volver a “humanizar” el marco institucional y su papel regulador de los subsistemas ARRF, no sólo erradicando la “desublimación represiva” o represión adicional de la que hablara Marcuse, sino suavizando la “represión fundamental” inevitable para la propia convivencia. Ello se produciría gracias a la interiorización de las normas racionalmente aceptadas en el seno de la discusión pública libre de coacción como ideal regulador, con un decreciente grado de represión y rigidez. Desde luego, a diferencia de los subsistemas basados en ARRF, ello no garantizará la optimización del sistema, pero Habermas subraya que no se trata de agotar las posibilidades de un potencial disponible sino de “elegir aquello que podamos querer para llevar una existencia en paz y con sentido”. La optimización de las ARRF se comporta ciegamente y en mundo tan complejamente masificado, sus aparentemente inocuas consecuencias pueden ser socialmente devastadoras.

Por último, Marx en esta obra de Habermas se encuentra tan presente como matizado, tras haber quedado en buena medida desfasado ante un capitalismo tardío regulado estatalmente, en el que pierden significación las nociones de “ideología”, “lucha de clases” – desdibujadas por el programa sustitutorio – y “fuerza de trabajo” como fuente de plusvalía, anonadada por el poder de la tecnociencia. El imperativo tecnocientífico y la conciencia tecnocrática en lugar de abrir potenciales consecuencias emancipatorias, como quisiera Marx al aumentar las fuerzas productivas, anestesia la demanda de los grupos subprivilegiados a través de la satisfacción de “necesidades frivolizadas” y el aumento de la legitimación del dominio, creando esa “apariencia de la posthistoria” de la que se hará eco, tres décadas más tarde y tras la caída del bloque comunista, F. Fukuyama. La praxis de la que Marx hablara es reducida a tejné por la colonizadora racionalidad tecnocientífica positivista, que asemeja tanto a tecnócratas de la planificación capitalista como a tecnócratas del socialismo burocrático, en cuyo horizonte distópico amenazan nuevas formas de control psicológico de la población mediante estímulos externos, una vez se ha producido el desmoronamiento del superego freudiano, para asegurar la estabilidad del sistema. El mundo feliz de Huxley parece haberse materializado más que el mundo de 1984 de Orwell, creando esa sociedad del cansancio de la que habla Byung-Chul Han en la que el individuo es su propio explotador.

Sin embargo, el mensaje de Marx sigue en cierto modo vivo, pues aunque los conflictos surjan consentidos allá donde menos peligrosos son para el sistema, cierta disidencia pervive y se renueva. A finales de los sesenta, parecía agrietar el sistema bajo la fórmula de la desobediencia, de la que tanto hablará E. Fromm en la órbita de Frankfurt, del privilegiado aunque subversivo grupo de los estudiantes activistas, cultos e “insatisfactibles” a base de las compensaciones del programa sustitutorio, inmunes en buena medida a la conciencia tecnocrática y que pretendían ser realistas pidiendo lo imposible. Hoy asistimos a una demanda por la repolitización de la esfera pública, la construcción de mínimos ético-políticos compartidos, la recuperación de espacios de dignidad infranqueables más allá de la optimización de las ARRF, la construcción de modelos cooperativos y participativos ajenos a la mera búsqueda del inmediato beneficio individual… como demandas de buena parte de los movimientos de la sociedad civil de nuestros días, renuentes a esa inevitabilidad de las medidas técnico-económicas por encima de la política.

El breve pero potente texto de “Ciencia y técnica como ideología” nacía en aquellos días en los que se agitaban rosas y se buscaba la playa bajo los adoquines, añorando una alternativa a la unidimensionalidad que denunciara Marcuse. Los numerosos paralelismos con nuestros días sorprenden a cualquiera que se acerque a este texto que ya peina canas.

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J. Habermas: Ciencia y técnica como ideología

9 comentarios en “La actualidad de «Ciencia y técnica como ideología» de J. Habermas

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  7. jajugon Autor

    Ciertamente, las tesis de Habermas sirvieron entonces de apoyo a los movimientos disidentes de 1968 que no se dejaban engatusar por el señuelo del Estado del bienestar y reaccionaban ante la aparentemente inevitable convergencia entre los “tecnócratas de la planificación capitalista” y los “tecnócratas del socialismo burocrático” pidiendo llevar la imaginación al poder. Por eso, no discrepo en general de tu interpretación sobre el papel que Habermas le da al Estado del Bienestar; y sin embargo, mi interpretación sobre la actualidad de este discurso de Habermas pretende ir más allá que la del simple apoyo que éste prestaría a quienes piden la restauración de un Estado del bienestar en retroceso en los últimos tiempos.

    El Estado del bienestar para Habermas habría sido una concesión controlada de la clase dominante como precio de legitimación a pagar para apuntalar un régimen en el que la ideología clásica hubiera aparentemente desaparecido en virtud de una administración puramente técnica. Pero, según interpreto a Habermas, la insaciable aspiración de los subsistemas ARRF por copar todo el sistema no sólo habría acabado con el marco institucional de las sociedades liberales del siglo XIX (heredados de épocas preburguesas) sino que seguiría royendo indefinidamente los espacios en los que se siguieran respetando fines insubordinables a otros, desahuciando progresivamente aquellos lugares donde todavía se retuvieran algunos tipos de ISM (como la familia, hoy tan desestructurada por un individualismo que incluso la penetra).

    La auténtica disidencia actual, aquella que no sigue todavía presa del individualismo predominante y protesta porque querría participar de los privilegios de los que se siente excluida y a los que cree que tiene derecho, en realidad sigue en consonancia con al menos una de las principales corrientes que se dieron en aquella primavera del 68: restaurar y retener los espacios donde las personas sigan siendo consideradas como fines, y no puedan entrar a formar parte de la lista de medios a través de los cuales los más poderosos del planeta puedan seguir jugueteando para conseguir aquellos fines que se propongan.

    La interpretación de este texto de Habermas que la actual disidencia podría hacer pasaría por observar la caída del muro y la expansión global del capitalismo transnacional como un episodio más de la expansión de los subsistemas ARRF. La economía global habría expandido los mercados enormemente, y la liberalización de los flujos de capitales habría favorecido también un nivel superior de competitividad internacional. Pero, como suelen olvidar las ideologías de corte liberal, en esta competencia tampoco habría igualdad en la situación de partida, de forma que el epicentro económico global históricamente privilegiado habría encontrado considerables dificultades para competir en productividad sobre la economía real con los países emergentes de la periferia, en los que además de encontrarse los principales yacimientos de materias primas, no existe un reconocimiento de derechos y libertades ni mucho menos un Estado del bienestar, lo que favorece la existencia de una mano de obra tremendamente barata. En lugar de estimular la proliferación de «primaveras», al estilo de la acontecida con dudoso éxito en el mundo árabe, para competir en mayor igualdad, la estrategia más cortoplacista típica de la insaciable voracidad del capital habría sido la de seguir maximizando beneficios a partir de mercados ficticios, especulativos y no productivos, ajenos a esa economía real, como los que se dan en los mercados financieros más endogámicos. Y de ahí la Gran Recesión que todos conocemos.

    Ya sea bajo la figura del sujeto trascendental o del reino de los fines, Kant se halla muy presente en el planteamiento de Habermas y creo que sigue en el fondo instaurado en las reclamaciones actuales que aspiran por un reconocimiento global – universal – de ciertos mínimos de dignidad humana y el establecimiento de un sistema cosmopolita de gestión política que ponga límite al enormemente potente y peligroso éxito, por otra parte innegable, de los subsistemas ARRF asociados a la ciencia y a la técnica.

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  8. jesusmmorote

    (Continuación de mi mensaje de 20 de mayo). En el dualismo de Habermas, con los dos niveles separados de racionalidad que propone, es fácil ver, por un lado, en la «acción racional con respecto a fines», el equivalente a la razón especulativa kantiana, y, por otro, en la «interacción simbólicamente mediada», el equivalente a la razón práctica kantiana. No le falta razón a Javier Jurado, cuando alude al «reino de los fines» de Kant como referente para Habermas; pero mejor que esta segunda formulación del imperativo categórico kantiano nos hubiera servido la primera y más conocida, la que postula obrar con arreglo a leyes universales dictadas por el sujeto trascendental que todos llevamos dentro.

    Habermas no quiere desprenderse del complejo técnico-científico que rige las relaciones de producción en la sociedad moderna, pero quiere cambiar el velo legitimador del «éxito» de la acción que opera en el Estado del bienestar como falsa conciencia o ideología.

    Habermas no dirige sus dardos contra la «ideología» de los Estados liberales del siglo XIX, como parece indicar Javier Jurado, sino contra la «ideología» de las sociedades capitalistas con intervención estatal de regulación económica, es decir, el moderno Estado del bienestar. Desechada ya la «ideología» del Estado liberal, el enemigo al que se enfrenta el revolucionario de izquierdas de 1968 no es aquélla, sino la nueva «ideología» que legitima las relaciones de dominio en el Estado del bienestar.

    Efectivamente, nos dice Habermas en la obra que comentamos: «Desde el último cuarto del siglo XIX se hacen notar en los países capitalistas avanzados dos tendencias evolutivas: 1) un incremento de la actividad intervencionista del Estado, tendente a asegurar la estabilidad del sistema, y 2) una creciente interdependencia de investigación y técnica, que convierte a las ciencias en la primera fuerza productiva. Ambas tendencias destruyen esa constelación de marco institucional y subsistemas de acción racional con respecto a fines que caracteriza al capitalismo de tipo liberal.
    (…) La regulación a largo plazo del proceso económico por la intervención del Estado se produce como una reacción frente a las amenazas que representan para el sistema las disfuncionalidades del proceso económico capitalista cuando queda abandonado a sí mismo, cuya evolución efectiva estaba manifiestamente en contradicción con su propia idea de una sociedad civil que se emancipa del dominio y neutraliza el poder.
    (…) Después del desmoronamiento de esa ideología, el dominio político requiere una nueva legitimación. (…) Es decir, que la dominación en términos de democracia formal, propia de los sistemas del capitalismo regulado por el Estado, se ve ante una necesidad de legitimación, que ya no puede ser resuelta recurriendo a la forma de las legitimaciones preburguesas.»

    Esta nueva legitimación (Estado del bienestar) se basa en la eficacia burocrática en la implementación de un «programa sustitutorio», que acude a reparar los agujeros y contradicciones del sistema capitalista: «Esto exige un espacio de manipulación para intervenciones del Estado que al precio ciertamente del recorte de las instituciones del derecho privado, aseguran, sin embargo, la forma privada de la revalorización del capital y vinculan a esta forma el asentimiento de la masa de la población.
    En la medida en que la actividad estatal se endereza a la estabilidad y crecimiento del sistema económico, la política adopta un peculiar carácter negativo: el objetivo de la política es la prevención de las disfuncionalidades y la evitación de riesgos que pudieran amenazar al sistema, es decir, la política no se orienta a la realización de fines prácticos sino a la resolución de cuestiones técnicas.
    (…) La nueva política del intervencionismo estatal exige por eso una despolitización de la masa de la población.»

    Si se me permite parafrasear lo que Marx decía de la ideología tradicional («la religión es el opio del pueblo») creo no alejarme mucho de las tesis de Habermas si afirmo que «el gasto público es el opio del pueblo» en esta ideología del Estado del bienestar. Habermas ya da por descontada la decadencia de la ideología del Estado liberal, que ha mutado, al servicio del mantenimiento de las relaciones de dominio de la sociedad capitalista, en la ideología del Estado del bienestar. Este Estado del bienestar, con sus masas despolitizadas, adormecidas por el bienestar económico, la sociedad de consumo, la eficacia burocrática del aparato estatal, son el obstáculo que, en la visión del Habermas de 1968, habría que remover para conseguir una sociedad libre, equitativa y «humana»; es decir, para llevar a cabo la revolución.

    La vía que ve Habermas para ello es diferenciar entre el mundo de la interacción física con las cosas, para el que sigue valiendo la ciencia y la técnica, y el mundo de la interacción humana. Pero, ¿es admisible esa separación entre ambos mundos? Esa separación plantea los mismos problemas ya conocidos de la doctrina kantiana, en particular la escisión entre la persona de carne y hueso contingente provista de sus intereses particulares y el sujeto trascendental, que es, en última instancia, el único que podría asegurar el buen éxito de ese espacio ideal de diálogo intersubjetivo y elevarlo más allá de los intereses científico-técnicos. La cuestión es complicada, pues ambos sujetos, el contingente y el trascendental, no son fácilmente discernibles.

    Esa dificultad se pone en evidencia en el momento presente. Desde luego, los partidos tradicionales están metidos de lleno en la propagación de la «ideología» del éxito de las políticas administrativas (los discursos del crecimiento del PIB, salida de la crisis, etc.) propio de la legitimación del Estado del bienestar. Pero ¿proponen algo diferente los llamados «nuevos movimientos sociales» cuando se introducen en la lucha política? Desde luego, yo no he alcanzado a ver en los programas electorales ninguna propuesta de fondo sobre el marco institucional básico en el que nos movemos, y sólo veo promesas de que se van a repartir mejor los fondos, pero no una perspectiva de un nuevo marco de relaciones intersubjetivas que rompa con la dinámica de la «ciencia y técnica como «ideología»» tal como la denunciaron Marcuse y Habermas. Y todo ello a costa de utilizar la falacia de un muñeco de paja: la «ideología» del Estado liberal, que, como hemos visto, a los ojos de Habermas, ya es algo que, como velo de legitimación del poder y las relaciones de dominio, decayó hace unos 150 años.

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  9. jesusmmorote

    Gracias, Javier, por traer aquí a debate este texto de Habermas e intentar explicarlo de forma clara y comprensible, lo que no es fácil, pues Habermas puede llegar a ser a veces bastante enrevesado. No obstante, manifiesto mi desacuerdo con tu interpretación de «Ciencia y técnica como «ideología»».

    Me parece entender que aportas las tesis de Habermas en 1968 como apoyo a quienes hoy se manifiestan en defensa del llamado Estado del bienestar. Sin embargo, mi interpretación del texto de Habermas es precisamente la contraria, es decir, que Habermas lanza un ataque a la línea de flotación de ese Estado del bienestar, en el contexto social y político de 1968. Por ello, si Javier ve la actualidad del texto habermasiano en su presunto apoyo a un Estado del bienestar en crisis, por mi parte encuentro en aquél un apoyo a la necesidad de dar por ventilado ese mismo Estado del bienestar; en lo que estamos de acuerdo es, pues, en que el texto sigue teniendo plena actualidad.

    El Estado del Bienestar, aunque en España puede decirse que empieza a asomar ya avanzados los años 1970, a esas alturas en Europa era cosa antigua. De hecho, hacia 1968, la izquierda se vio sumida en una profunda crisis teórica, precisamente al enfrentarse a una situación nueva, que era reacia al análisis simplista de Marx que venía nutriendo hasta ese momento indefectiblemente los esquemas analíticos usados por esa izquierda.

    A esas alturas del siglo XX ya era evidente que el enorme crecimiento económico y las políticas estatales de regulación de la actividad económica habían acabado en Europa con cualquier posibilidad de «revolución obrera» que fuera a suponer un cambio radical de las instituciones políticas. Eso obligaba a revisar los puntos filosóficos troncales del análisis marxista para dar cumplida cuenta del nuevo estado de cosas. El análisis marxista se basaba en el concepto de «ideología» como falsa conciencia derivada de unas relaciones de producción propias del sistema del capitalismo industrial y la apropiación de la plusvalía del trabajo por el capitalista, dentro de un sistema económico liberal. El cambio de esas relaciones de producción tenía que ir desenmascarando a esa «ideología» burguesa que legitimaba al poder establecido y perpetuaba el sistema.

    Marcuse, como explica Habermas, afronta el problema detectando que se había producido un cambio de «ideología», que ya no era de tipo tradicional, sino fundada en el desarrollo de la ciencia y la técnica en la sociedad capitalista moderna, de forma que el poder no se legitima ya de forma trascendente o mítica o religiosa, sino que, al igual que en la ciencia y la técnica se mide la «verdad» de las teorías por el éxito de las mismas, por la producción del resultado previsto por la hipótesis científica, el hombre moderno occidental, acaba identificando legitimación del poder con éxito material de la acción política. Por eso la ciencia y la técnica se presentan como «ideología» legitimadora del poder (de un poder teñido de coacción y violencia implícitas). Hay que entender aquí «ideología» en el sentido marxista de falsa conciencia que oculta las verdaderas relaciones de poder y dominio.

    Las tesis de Marcuse, dentro de la tradición de la «vieja guardia» marxista, son puramente monistas. Si, como pretendía Marx, la infraestructura, las relaciones de producción, condiciona y determina la superestructura (las instituciones políticas), es evidente que estas nuevas superestructuras que hacen su aparición desde el final de la Segunda Guerra Mundial están determinadas por las relaciones de producción o de trato humano con el mundo físico, es decir, por una visión científica y técnica que domina dichas relaciones en ese momento histórico. Naturalmente, entonces, la salida revolucionaria es poco realizable o imposible: difícilmente vamos a poder cambiar ese trato con el mundo y volver a un universo precientífico y pretécnico (especialmente porque va a ser difícil renunciar al bienestar material que dichas ciencia y técnica han producido, coronadas y validadas, así, por el éxito). Marcuse no ve más allá de un horizonte de mayor «humanización» de las relaciones interpersonales y de relación con la naturaleza, y, como le ocurrió a la mayoría de los filósofos de 1968, acaba perdiéndose en una mística bastante inoperativa e incapaz de llevar a cabo una verdadera revolución política.

    Habermas, más joven, se da cuenta de que el planteamiento de Marcuse conduce a una vía muerta y bastante frustrante para las aspiraciones de la izquierda, e intenta diseñar un soporte teórico de mayor alcance. El diagnóstico sobre ciencia y técnica como ideología es similar al de Marcuse, pero con la decisiva novedad de que Habermas parte de un dualismo, una separación entre infraestructura y superestructura que rompa el cordón umbilical de la dependencia de la «ideología» respecto de las relaciones de producción. Si la posición de Marcuse es heredera directa de Hegel y Marx, yo diría que Habermas retrocede hasta Kant y sus dos mundos de la razón, la razón especulativa o científica y la razón práctica, desconectados y con carácter propio.

    (Expondré mi interpretación en dos mensajes, pues sería demasiado extenso uno solo)

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